sábado, 16 de enero de 2010

LA MUERTE





LA MUERTE


Escribir de la muerte, es para mí hacerlo desde su lado más amable y periférico, con aproximaciones reflexivas y creyentes. Hablar de la experiencia de la muerte es tratar el tema con un sentido figurado, ya que propiamente dicho, la muerte es muda y a la vez enmudece. El que la haya experimentado tal como es, guarda silencio para siempre. Por experiencia, ninguno de los vivientes puede tocar y especificar el asunto con absoluta propiedad, a pesar de que, cada uno de nosotros tenemos por conclusión segura de algún día experimentarla.

La muerte hace un corte total hacia la persona ida. Humanamente hay un silencio definitivo, sólo quedan restos extendidos de recuerdos en los vivos, en un dolor que la mayoría de las veces rompe en llanto. Reflexionar de la muerte en un plano personal como un evento inminente representa una decisiva seriedad y una alerta estremecedora. En la condición personal de cada mujer y cada hombre, la muerte es la ambigüedad de si tal experiencia es el fin absoluto. Nacen preguntas de un imposible e impotente contestar con razones humanas. La irreversibilidad e irrevocabilidad de la muerte puede incluso causar una terrible angustia. El fin de la vida es una verdad innegable. Quien pueda estar estable y seguro de su vida inmediata, quizá vea la muerte como algo muy normal, pero aquel sorprendido por ella, le toca las fibras más íntimas, le aterroriza.

La muerte en cada hombre desde la fe se entiende como una entrega, la cual adquiere la definitividad mediante su actuar. En la medida de sus obras, podrá sentir el peso de su conciencia, basada en la ley del amor. Para todo cristiano, Dios es el Señor de la vida y de la muerte, mas no es el creador de la muerte, porque la muerte es tristeza, dolor y destrucción. Incluso el mismo Jesús, experimentó esa angustia y murió con un grito doloroso (Mc 15,37).

Nuestra fe proclama enérgicamente a Jesucristo vencedor de la muerte, la soportó por nosotros y por nuestra salvación, como máxima y sublime expresión de un amor sin reservas de ningún tipo. El caos de la muerte para todos nosotros ha llegado a su fin con la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. “Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en mí, aunque muera, vivirá; y quien vive y cree en mí no morirá para siempre”. Es el abandono y la confianza en Jesús, y del mismo modo que le preguntó a Marta, también se dirige a nosotros en la propia realidad personal: “¿Lo crees?”. (Jn 15,25). Esta pregunta con pausado detenimiento, nos introduce un rubor íntimo a nuestra fe.

En Dios encontramos la única norma absoluta y definitiva para superar la tragedia de la muerte. Jesucristo es el único que ha regresado más allá de las temibles oscuridades de la muerte, con una victoria gloriosa y extendida a todos nosotros. Exclusivamente, depende de la libertad humana y sus decisiones para entrar a formar parte del reino de Dios, de la invitación a participar en la vida divina. No hay ninguna presión ni forzamiento, es el precio del amor de Dios que atrae por su misma entrega y testimonio, un precio sellado con la propia vida. Es la más radical autenticidad e identificación con nuestro propio ser, que en su origen, proviene de Dios y se dirige a Él.

Dios tiene un plan para nosotros, el más alto de los proyectos y el más colmado de felicidad. No es la continuación de la vida terrestre, sino un estado de vida en plenitud con Dios. Al respecto, Jesús nos dice: “ No se inquieten. Crean en Dios y crean en Mí. En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones; si no fuera así, se lo habría dicho, porque voy a prepararles un lugar. Cuando haya ido y les tenga preparado un lugar, volveré para llevarlos conmigo, para que donde yo esté, estén también ustedes” (Jn 14,1-3)

El mismo Señor Jesús, aclarando algunas dudas en aquel tiempo sobre la fe en la resurrección, con igual fuerza hoy nos dice que Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos. (Mc 12, 26-27). Para Él, la muerte no existe.

Orientaciones pastorales

La fe personal y adherida en Jesucristo, no admite ver la muerte como el acallamiento total y absoluto. La última palabra la tiene Dios.
Las fracturas ocasionadas por la muerte, cuando han partido muchos de los más cercanos familiares y amigos, a quienes amamos profundamente, no son totales. Tales fracturas deben ser depositadas en Dios, en quien confiamos para nuevamente encontrarnos en la resurrección con ellos.
Esta vida es la hermosa oportunidad de iniciar un encuentro revelador y decisivo con Dios, abriendo la posibilidad de estar con Él eternamente.
La vida es una tarea, y cada día es una enorme maravilla para realizarla. Ya Einstein decía: “La tragedia de la vida es lo que muere dentro del hombre mientras vive”. Vivir cada mañana no es un día menos, como algunos suelen conjeturar apesadumbrados por algunas dificultades de la vida, es al contrario, un día más accesible a la libertad y a al encuentro consigo mismo, con los hermanos y con Dios.
Los espacios e instantes de esta vida que administramos, se comprende y plenifica en la medida de llevar a Dios en lo más profundo de nuestros corazones y de nuestro actuar. No hay que esperar la muerte para vislumbrar horizontes divinos. Ya hay una certeza de vivirlo aquí en la tierra. Y esa certeza es el amor: “Si alguien me ama cumplirá mis Palabra, mi Padre lo amará, vendremos a él y habitaremos a él”. (Jn 14,23).


(Artículo para la revista Buena Nueva)

No hay comentarios: