domingo, 25 de abril de 2010

Una puerta...







Una puerta siempre abre un espacio más grande que el representado. Hay puertas que uno espera abrir con ansias y puertas que uno espera que sean abiertas. Hay puertas que uno abre sin ninguna expectación, otras que uno piensa antes de abrirlas. Hay puertas que generan dudas de si se deben abrir o si deben de ser abiertas. Hay puertas que dan a conocer lo totalmente desconocido, o puertas que dan lo parcialmente imaginado. Hay puertas que se abren hacia adentro, otras que se abren hacia fuera. Y hay puertas que uno jamás desea abrir ni que sean abiertas, puertas temibles. No me refiero a las puertas que casi siempre están apoyadas en algo para abrirse en algún inmueble, trato de las puertas de la vida, de las que a veces uno no sabe si son puertas o no. Ésa es la otra característica, que hay puertas que deben verificarse si en verdad lo son, y puertas que uno no lo cree sino hasta verlas abiertas.

Puertas de ternura, dulzura, dolor, tristeza, miedo, ira, estupefacción, alegría, amor, paz, inteligencia, conocimiento, amistad, gozo, humor, complejidad y muchas otras más facetas de las emociones y pensamientos flotando en la inmediatez flácida del pensamiento y de la experiencia.

Hay puertas con las que uno desea besar un nuevo mundo, con labios de libertad y profundidad. Hay un elemento determinante en cualquier puerta, y es poder decir un TE AMO sin desvanecerse en la adversidad, porque es allí donde suele desvanecer el tiempo con su enérgica y mortífera fuerza. No sería una promesa, ni siquiera un juramento, sería sencillamente la hermosura expresada en la verdad aclamadora del amor que elimina toda mentira.

Yo he visto un nuevo mundo, algo así como estar frente a un lago con una montaña atrás colmada de nieve en pleno amanecer, con los rayos del sol suaves y tonificados en las copas de los pinos, ellas brillantes con los rocíos y la nieves acumuladas. Además, de los ciervos caminando por los alrededores, aves de varios colores revoloteando entre los distintos árboles, escuchando gorjear los pájaros, sintiendo el frío moderado de la atmósfera en un viento acariciante. Además, el cielo que se ve tan alto y tan hermoso, tan extenso y acogedor, que no parece tener fin y sin duda, uno cree que en el más allá debe habitar Dios, aunque uno sabe de Dios su omnipresencia, a veces uno siente que reducir la inmensidad a un solo sitio es una reducción muy terrible.

En el lago deben haber muchos peces, y muchos gansos, garzas y otras aves viviendo en torno a él. No hay culebras, porque es tan frío que ellas no van a asustar. Y los animales depredadores deben reconocer muy bien que los humanos no son parte de sus presas. También imagino una casita de madera de tres plantas, de color verde el techo y lo demás de la natural madera, con una chimenea en la azotea del tercero. La energía debe ser solar para no perjudicar nada de la naturaleza. Debe estar allí una familia, con dos o tres niños y sus padres que se contemplan de vez en cuando con una sonrisa definitiva delante de ellos. También, un gran molino de viento, que indica siempre el movimiento como señal clave del proceso de la vida y de que las cosas nunca son las mismas aunque se parezcan. Allí debe estar y vivir directamente Dios, Jesús de Nazaret, porque en eso consiste la vida eterna, realidad significada y totalizada. No sólo allí, sino en todo lugar digno en el corazón humano.

No sé en que momento entré a esa puerta, olvido totalmente donde está. Creo que no sé cuando entré, de repente como en un sueño ya estaba adentro. Y no sabía cuánto estaba implicado, pero ha pasado el tiempo y me he dado cuenta, en pocas palabras, que estoy implicado todo. Y comenzó por una voz, un rostro, una mirada, una sonrisa, una figura, por toda una persona.

Estoy contento de haber entrado, no tengo ningún reproche. Y otra cosa que intuyo, la puerta no tiene manilla ni por afuera ni por adentro, ella se abrió sola por la simple particularidad e irrepetibilidad. Esa puerta es única, única… muy única.

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